Venezuela se encamina hacia un nuevo salto al vacío en ese precipicio sin fondo en el que viene derrapando hace años y del que nada ni nadie parece poder rescatarla.
El último huevo de la serpiente acaba de ser fertilizado ante la indiferencia de los líderes regionales que todavía mantienen alguna sintonía con Nicolás Maduro.
Dejemos por un momento de lado los capítulos cotidianos de la hecatombe económica y social en que ha derivado el experimento bolivariano, con sus más de 5 millones de venezolanos en el exilio y el 80% de los que aun permanecen en el país sumidos en la pobreza y la lucha cotidiana por la subsistencia. Incluso en un continente acostumbrado a los altibajos constantes, la tragedia del desbarranco venezolano no registra antecedentes. La más reciente imagen del descalabro son las largas filas en las gasolineras para conseguir unas gotas del combustible importado de emergencia desde Irán, ante el desabastecimiento en un país que llegó a ser el segundo productor petrolero del mundo y donde la gasolina siempre fue mucho más barata que el agua.
Este drama sería más tolerable, por cierto, si en Venezuela funcionaran las instituciones de una república, si las libertades civiles no hubiesen sido conculcadas y no hubiese, al día de hoy, 424 presos políticos, según el conteo que lleva el Foro Penal Venezolano. Si una mayoría de los venezolanos hubiese elegido a Maduro en elecciones libres y democráticas y los partidos políticos pudieran funcionar con libertad y competir en igualdad de condiciones en los próximos comicios, habría una luz de esperanza al final del túnel. Pero nada de eso ocurre hace tiempo en la tierra de Simón Bolívar.
Para no remontarnos a la larga historia de la degradación paulatina de las libertades civiles bajo los gobiernos de Hugo Chávez y pasando por alto la oscura elección en la que su heredero menos lúcido retuvo el poder por algo más de un punto porcentual (según el escrutinio oficial) en 2013, sólo recordemos que hace dos años Maduro se hizo “reelegir” mientras los dirigentes opositores más reconocidos estaban proscriptos, presos o exiliados, los principales partidos políticos eran forzados a desertar de los comicios tras la imposición de requisitos absurdos para registrarse y con el ingreso prohibido para los veedores electorales internacionales de mayor prestigio. Aun en esas condiciones, menos del 30% de los venezolanos le habrían dado el 20 de mayo de 2018 su apoyo a Maduro de acuerdo al escrutinio oficial.
Como era lógico, aquellas elecciones no fueron reconocidas por la gran mayoría de las democracias occidentales. En enero de 2019, cuando Nicolás -como lo llaman en las calles de Caracas- quiso asumir su segundo mandato sostenido por el resultado de aquella parodia comicial, el quiebre fue inevitable. Siguiendo lo establecido por la Constitución Venezolana, la Asamblea Nacional erigió a su líder, Juan Guiadó, como presidente interino, a cargo de normalizar el funcionamiento institucional y convocar a nuevas elecciones democráticas.
Desde entonces, Venezuela permanece en el limbo de un país partido en dos. Con un Presidente interino, reconocido por más de 60 naciones -incluidas casi todas las del continente americano, la Unión Europea y Japón- pero con ninguna capacidad real de acción. Y un gobernante de facto aferrado a su sillón en el Palacio de Miraflores con el respaldo de las Fuerzas Armadas, el apoyo ideológico en el continente de Cuba y Nicaragua y un último sostén económico de Rusia, China e Irán que esquivan como pueden las sanciones internacionales que va acumulando el régimen chavista.
Maduro aprendió a sacarle jugo a la grieta geopolítica mundial. Donald Trump, Angela Merkel, Vladimir Putin y Xi Jinping pueden tirar y aflojar de esa cuerda. Nicolás, no. Necesita extremar la disputa bipolar para utilizar a las potencias enemigas como justificativo retórico de sus desgracias y seducir a las amigas como pata sudamericana de sus proyectos expansionistas.
En el medio han quedado un puñado de gobernantes y dirigentes de peso en el continente que fueron muy cercanos a Chávez, que no sienten el mismo aprecio ni respeto por Maduro, pero apenas se atreven a reconocer entre susurros algunos “desvíos” en sus acciones. El involucramiento activo del progresismo democrático para tratar de endrezar el derrotero bolivariano tendría un valor innegable.
Pero una y otra vez prefieren mirar hacia otro lado y hacerse los distraídos cuando las papas queman y el régimen avanza en nuevas tropelías. Se trata del cuarteto integrado por los presidentes de Argentina y México, Alberto Fernández y Andrés Manuel López Obrador, y los ex mandatarios de Brasil y Ecuador, Lula da Silva y Rafael Correa, que aún conservan un amplio predicamento en sus países y entre las fuerzas progresistas.
Aferrado al sillón del Ejecutivo y con los jueces en su puño desde años, el Legislativo es el único poder del Estado que le presenta resistencia a Maduro desde que la oposición obtuvo la mayoría en las elecciones de 2015, las últimas con cierto grado de fair play. Nicolás, por supuesto, no lo puede tolerar. Ha intentado todo tipo de maniobras para licuar su poder y anular su funcionamiento, pero ahí siguen los legisladores resistiendo como pueden, obligados muchas veces a sesionar en otros edificios cuando las fuerzas de seguridad del régimen les impiden el acceso al Palacio Legislativo.
Pese a que el reclamo de la oposición y de la comunidad internacional es que en Venezuela se realicen de una vez elecciones presidenciales democráticas, Maduro sólo ha aceptado que se hagan este año los comicios parlamentarios previstos por ley. Anunció que serán en diciembre -todavía sin fecha precisa- y empezó a montar su ingeniería para de una vez por todas acabar con esa piedra en el zapato y que la Asamblea Legislativa quede en sus manos, aun cuando en ninguna encuesta el apoyo a su gobierno supera el 20% entre los venezolanos que aún viven en su país.
El plan ya quedó al descubierto. Hace dos semanas, el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) chavista tomó para sí la atribución de designar a los integrantes del Consejo Nacional Electoral (la autoridad comicial) que por ley le corresponden al Congreso. ¿La justificación? Que los diputados todavía no habían llegado a un acuerdo para los nombramientos. Por supuesto, las cinco autoridades electorales designadas por el TSJ son fervientes chavistas o aliados confiables.
Como si fuera poco, a la semana siguiente el TSJ tomó otras dos resoluciones brutales:
la intervención de los dos principales partidos opositores, Acción Democrática y Voluntad Popular, designando en ambos una nueva cúpula cercana al chavismo.
En este punto, es inevitable recordar el caso boliviano. Aclaremos: Evo no es Nicolás. El gobierno de Morales logró un éxito económico, político y de integración social sin precedentes en Bolivia que le permitió gozar durante un largo período de un apoyo creciente entre los bolivianos.
Pero en simultáneo, floreció durante su gestión un rasgo personalista y autocrático compartido con el chavismo y otros gobiernos de la llamada “marea rosa” latinoamericana. En plena efervescencia, Morales reformó la Constitución, logró su reelección, consiguió un aval judicial para convertir su segundo período en el primero con la nueva Carta Magna y así volver a presentarse para un tercer mandato. Y cuando llegaba finalmente el tiempo del relevo, organizó un referendo para modificar nuevamente la Constitución y volver a postularse a un cuarto período. Perdió, pero decidió ignorarlo.
Con el resultado electoral en contra, el desgaste de más de una década en el poder y su popularidad en baja consiguió igualmente que los jueces amigos lo habilitaran a presentarse. Así marchó, contra y viento marea, ante el descontento de una porción mayoritaria de los bolivianos que se sentía estafada y el silencio complaciente de sus aliados regionales, a buscar su re-re-reelección. La catástrofe estaba en marcha.
Que quede claro: el actual drama boliviano no comenzó ni en las elecciones del 20 de octubre pasado (que muchos veedores internacionales consideraron fraudulenta) ni el 10 de noviembre, cuando Evo Morales presentó su renuncia después de 20 días de enfrentamientos violentos en las calles y los pedidos de dimisión de sus históricos aliados de la Central Obrera Boliviana y el jefe de las Fuerzas Armadas (que muchos consideraron un golpe de Estado). Aquel fue el desenlace de un largo proceso en el que el ex presidente torció la ley y violó la voluntad popular sin que ninguno de los gobiernos cercanos le advirtiera que caminaba hacia un precipicio. ¿No es acaso ése el rol de los amigos? Aquí es donde la parábola venezolana parece hermanarse con la boliviana.
Tras las últimas maniobras del TSJ chavista, alzaron su voz con diferentes matices Estados Unidos, la OEA, la Unión Europea, el Grupo de Lima y el de Contacto. Todos advirtieron lo que es evidente: que este nuevo atropello apaga cualquier expectativa de una elección legislativa justa y transparente. Maduro ya parece cómodo con el desafío de esos contrincantes, a los que respondió con sus habituales sarcasmos.
Más angustiante es que, otra vez, no haya habido ninguna reacción de parte de los gobiernos de Argentina y México, los de mayor peso regional entre quienes conservan alguna confianza en que Maduro pueda conducir la crisis venezolana hacia una salida democrática. Nada se escuchó tampoco de parte de Lula da Silva y Correa, que se mantienen como voceros muy activos de la izquierda latinoamericana. Tampoco del Grupo de Puebla, que integran todo ellos junto a otros políticos e intelectuales progresistas del continente.
Hay un excusa que se repite por lo bajo en sus entornos: cualquier gesto público de condena a Maduro significa “hacerle el juego a la derecha”. Persiste también en sus frentes políticos, aunque se diga menos, un vínculo emocional y simbólico con lo que fue en sus inicios el sueño bolivariano. Todo aquello parece menor, de cualquier manera, ante la desgracia y la miseria a la que fueron arrojados millones de venezolanos por un clan gobernante que hace mucho abandonó cualquier proyecto progresista en pos de su propia supervivencia.
Si nada hace modificar la hoja de ruta trazada por el régimen, el destino ya está escrito: en diciembre tendrá lugar una nueva parodia electoral que le permitirá a Nicolás quedarse con el único poder del Estado que aún no controla. Los venezolanos verán cerrarse así el último resquicio de la democracia representativa en su país.
¿Se espera que lo toleren mansamente?
¿Hasta cuando podrán aguantar esa burla permanente?
¿No aprendimos nada del caso boliviano?
¿Otra vez jugamos con fuego en Sudamérica pensando que no nos vamos a quemar?
Hay silencios que se oyen. Algunos aturden. Alzar la voz tarde, cuando la situación se desmadre, será hipócrita. Apenas volver a llorar sobre la leche derramada.
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